Este
mismo don Fernando que daba lecciones de toreo, también era aficionado a la pintura. En Madrid, tomaba clases
en Bellas Artes, aunque el toreo de salón se le daba mejor que la pintura.
Todas las mañanas después de desayunar y a eso de las diez, en la terraza
delante del comedor, instalaba el caballete, lienzo, paleta de colores y se
quedaba mirando a lo que pretendía pintar. Solía ser la noria, la higuera
frondosa y la casita de aperos que había
en frente en la huerta de “Perdigón”, un encuadre muy artístico para un
pintor. Al comenzar a las 10 de la mañana, tenía el sol a su derecha haciendo sombras a la
izquierda, y como la jornada de pintura se prolongaba hasta la hora del
almuerzo ‘hipnotizado por el paisaje”, las sobras cambiaban. Él disgustado comentaba
“se me va la luz…”, y así, a cada poco, “se me va la luz...” y rectificaba sobre lo pintado
anteriormente. Ni que decir tiene que,
en la tela, la pintura iba terminando en relieve. También en esto tenía sus
admiradores que le acompañaban escuchando sus comentarios...
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